5.9.08

Al abrigo del alma insatisfecha

Un hombre y su capote. Digamos que yo andaba en la búsqueda de un gabán que me hiciese pasar por un bicho oscuro, protegido y repelente, en medio de la ciudad helada, rellenando sus bolsillos de migas, pastillas de primeros auxilios, discos comprimidos en chips, monedas y demás fetiches, pero digamos en fin que era más esto último que una verdadera pesquisa por tiendas de ropa, ya que tampoco dentro de este crudo invierno pude asumir la pesada carga que significa probarme y reprobarme a mí mismo ante el espejo. No quería entrar a una tienda; este invierno soñé con darle trabajo a algún sastre venido a menos por las nuevas modas, sentirme de otro siglo quizás ante la única mirada del viejo y sus centímetros colgando del hombro. No hubo caso. (...)

Ahora bien, el ucrano-ruso Gógol (1809-1952) sí que hiló fino en la relación del hombre, la adustez del clima polar petersburgués y lo que significa un buen abrigo, que además de protector, fuese estimulante desde un punto de vista de extravagante estética. Porque además de su minimizada y rechazada apariencia física –que, no obstante, lo tiene sin cuidado- el martirizado funcionario que protagoniza “El Capote” se llama Akaki Akakievich Bashmachkin, y lo que una prenda exterior sometida a heladas puede llegar a cubrir del cuerpo, aquí también parece contener sus crecientes emociones de peón de oficina que cargan con tamaño nombre y demás extrañezas.

Mal pagado desde siempre, la pequeña marioneta burocrática no hacía más que efectuar, desde la cama al trabajo, del trabajo a su sopa de schi nocturna y otra vez a la cama con ellas, copias de cartas y documentos ministeriales en su empleo de copista. No era que lo detestase, al contrario, su limitado empleo era su vida, un gusto por cumplir día a día. Más allá de las hojas, líneas y letras, nadie se preocupaba por él, ni tampoco era merecedor de respeto alguno: el blanco predilecto de las burlas de sus compañeros de trabajo, festejando su impavidez, su soledad. Haciendo oídos sordos a las punzantes bromas, Bashmachkin exclamaba “¡Dejadme! ¿Por qué me ofendeis?” (una exclamación suspirante que conmueve ante el silencio por respuesta) sólo cuando estas se tornaban francamente insoportables. ¿Por qué molestar al otro? ¿Qué había hecho el pobre empleado? Casi nada, más que dedicarse con esmero a ese puesto que a él solo le pertenecía. Y a pesar de eso, su presencia era tan insignificante en ese ámbito y en cualquier otro, porque cualquier atención que se le prestase era efímera, al pasar. Ensimismado, enajenado pero sin estar triste, como si desconociera cualquier otra cosa, lo único que el realismo de Gogol podía planear para alguien así era que tornase completamente su vida en pos de una obsesión.

Existe en Petersburgo un enemigo terrible de todos aquellos que no reciben más de cuatrocientos rublos anuales de sueldo. Este enemigo no es otro que nuestras heladas nórdicas, aunque, por lo demás, se dice que son muy sanas”. La realidad es friolenta aquí más que nada. Los empleaduchos como Akakiy Akakievich eran víctimas de este intenso frío hasta llegar a las oficinas, donde tardaban un par de minutos en descongelarse. Abrigados acorde a sus orígenes, el capote era la prenda última, clásica, imprescindible, y esto fue lo que torció la vida del protagonista. Pronto notó que el frío había logrado atravesarle el suyo, provocándole dolores en algunas partes donde el paño se había estado gastando y el forro descosiendo. Golpeado finalmente por algo real y externo que le sacaba de la sumisión constante y le lastimaba, Akakievich se enfrascará en la misión de hacerse de un nuevo capote. Comenzaría a ahorrar ascéticamente, mes a mes, cada centavo, “Hemos de confesar que al principio le costó bastante adaptarse a estas privaciones, pero después se acostumbró y todo fue muy bien. Incluso hasta llegó a dejar de cenar; pero, en cambio, se alimentaba espiritualmente con la eterna idea de su futuro capote. Desde aquél momento diríase que su vida había cobrado mayor plenitud; como si se hubiera casado o como si otro ser estuviera siempre en su presencia, como si ya no fuera solo, sino que una querida compañera hubiera accedido gustosa a caminar con él por el sendero de la vida. Y esta compañera no era otra, sino... el famoso capote. Se volvió más animado y de carácter más enérgico, como un hombre que se ha propuesto un fin determinado”. Para todos aquellos desdichados que a menudo nos deslizamos sobre las franjas de la soledad, del alejamiento, que desdeñamos la compañía por X razón, sabemos lo que puede significar tener de repente un motivo por el que levantarnos días tan fríos y oscuros. Probablemente sea cierto que un hombre que nunca jamás en su mísera vida ha sentido nada por otra persona, bien pueda tener sus primeros pasos hacia algo como un capote, que al fin y al cabo, ha sido para él su protección frente al más temido enemigo, quien impunemente acabó por deshacérselo. Un capote nuevo representaba ahora todo en su vida: imperioso por el frío que le calaba los huesos, debía ser el mejor que pudiese conseguir. No entraba en su dicha y alegría cuando por fin, después de tantos esfuerzos, lo tuvo sedoso entre sus manos, cuando lo estrenó cubriendo su pequeño cuerpo. Era otro Akaki Akakievich Bashmachkin. El frío no penetraba ahora la fortaleza del forraje, y hasta su vistosidad le sentaba bien, luciéndolo toda vez que hallaba oportunidad.

Pero como toda compañera/o de vida, o los perdemos en nuestro trayecto o nos los quitan. Se arruina un poco de vida por ello. ¿Qué pasa cuando al entrañable protagonista le arrebatan violentamente, en medio de una madrugada oscura y helada, algo bebido, su preciado capote? Directamente el dolor es demasiado. Sobre todo cuando los ladrones son unos especialistas –un antes y un después del fantasma del protagonista- y la burocracia para recobrarlo le impide cualquier ilusión. No existe forma de recuperarlo, ningún funcionario se ocupa de su caso. Todo parece volverse peor que antes. Se pesca una angina de aquellas luego de acudir a su última esperanza, latente en un funcionario por demás hipócrita (la “alta personalidad”), quien le echa tratándole horriblemente, y la muerte no tarda en cernirse sobre su entumecido cuerpo, al que por dentro abrasa la fiebre. “Así desapareció un ser humano que nunca tuvo quien le amparara, a quien nadie había querido y que jamás interesó a nadie. Ni siquiera llamó la atención del naturalista, quien no desprecia de poner en el alfiler una mosca común y examinarla en el microscopio. Fue un ser que sufrió con paciencia las burlas de sus colegas de oficina y que bajó a la tumba sin haber realizado ningún acto extraordinario; sin embargo, divisó, aunque solo fuera al fin de su vida, el espíritu de la luz en forma de capote, el cual reanimó por un momento su miserable existencia, sobre quien cayó la desgracia, como también a veces cae sobre los privilegiados de la tierra...”. Este párrafo para mí es grandioso, hubiese deseado que el cuento acabara allí mismo para cerrar de una el librito y sentir que estaba hecho.

Mas no sucede así, Gogol es bastante piadoso –ojo con este calificativo- en extender el relato deshilvanando lo que siguió al fallecimiento de Akaki Akakievich: una suerte de venganza sobre todos los ciudadanos y sus capotes mientras se pasearan a solas por determinados lugares bajo el frío hiperbóreo y la bruma, enfrentándose a su reencarnación fantasmal: por más que la conmiseración atormente luego al general, por más que en el trabajo empiecen a recordarlo por estas reapariciones que desvisten a la ciudad, el fantasma parece haberse unido al ladrón original. Es una mezcla de trágico destino al que hemos llegado por vías de un humor entristecedor. El alma no ha podido descansar en paz, cálida –denotando la vulgaridad del alma residente en todo hombre para Gógol, diabólicamente-, y prosigue su obstinada e infinita búsqueda -ya casi una recolección- de compañía con la que arroparse.

Pablo Pereira

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