25.12.07

Una lágrima de Navidad

santas.jpgUna lágrima de Navidad fue escrito, como casi todo, de un tirón, en fecha del veinticuatro del pasado año, la Nochebuena anterior. Esto solo puede reafirmar una cosa: lo que se diga sobre estas épocas festivas tiende a repetirse tediosamente diciembre a diciembre. (...)


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P. P.

“Fiestas” dentro de las urbes (vemos lo mismo en este año) 24/12/07

“Una lagrima de Navidad” fue escrito, como casi todo, de un tirón, en fecha del veinticuatro del pasado año, la Nochebuena anterior. Esto solo puede reafirmar una cosa: lo que se diga sobre estas épocas festivas tiende a repetirse tediosamente diciembre a diciembre, tanto en referencia a los días de paz, comprensión y felicidad que representarían, como en sus mistificaciones, atacándolos por su simbolismo, floreciendo como nunca los ánimos materiales y la pesadez de los lazos, más que nada familiares. Todo esto me libera, por lo tanto, de exponer alguna novedad o verdad, situándome, como le pasa a la mayoría que haya visto un poco de tristeza entre tanta maleza colorida y artificial, en el lugar del sofocado, buscando el lugar más cercano donde pega esa aurora que nos somete a festejar también, a la -reducida, por lo menos- reunión con -al menos de vuelta- algunos conocidos (todo es un inicio, que se acrecienta según variables factores que nos involucran, a nuestros entornos físicos, en medida sociales).

Algo ya impuesto, una tradición muy explayada que se renueva cayendo sobre nuestras cabezas en cualquier lugar del globo que se precie de civilizado; es un espíritu que ha extinguido su soplo inicial, vaciando el estuche, escapándose de las manos antepasadas y transformándose en inalcanzable, de motu propio, sobre el que cuesta retomar influencia. Sobrevivió por su propia practicidad, alzado por una lógica que no estaba al comienzo, según el cuentito, pero que le echó los ojos cuando el abuso pareció justificado por un cuerpo de progreso basado en la mente calculadora y la ciencia aplicada, hacedora de maravillas.

Por eso casi pareciera que nuestro acercamiento puede ser sólo consciente: la inconsciencia, la aceptación en pos de un disfrute de la vida único e irrepetible, es algo que dura hasta cierta edad. Quizá la más bella etapa de todas, la del niño de cualquier condición social que se entera de la llegada de una época anual asociada a ese mundo de esperanza, de luz, de obsequios (por ser ellos un regalo, una sorpresa del día a día, acumulando para lo que devendrá próximamente, los chiquitos deben vivir de regalos), una fantasía muy saludable cuando no precisan pensar en otros temas. Creo que con esta parte no hay queja posible, pues en el fragor de la adultez, días que se presten a ser vividos como alegría de los niños, destinados a ellos, son una muestra de que hay dejos en nuestro más cercenado devenir de aquellas noches centelleantes y entusiasmo por los ruidos, entre las personas más cercanas, las cenas y los depósitos al borde del árbol (otra vez, todo en la medida de las posibilidades de cada situación particular; estoy queriendo acotar a lo más global y sentido -veo que temo que no se comprenda).

Pero olvidemos por un momento a los chiquillos, y que disfruten como puedan, hay que decir –porque, lo que es detestable, desde aquí mucho más no puedo hacer. Más allá de todo desvanecimiento, que implica renunciamiento y nostalgia, y de lo que queda de estas fechas (todo vuelve al mismo punto, no dudemos que es la plata, el dinero), en las fiestas, cuando de pronto se atisban personas abandonadas, se las invita a sentarse a una mesa, se las recuerda escribiendo cartas (ahora la cosa cambia por el e-mail), poco nos damos cuenta de que somos partícipes de algo “primaveral”: un producto (que palabra, ¡eh!) de enorme potencial. Lo más perceptible es la reavivación de los deseos de felicidad ajena, veamos sino como todos andan deseándose felicidad mutua, y vayamos despacio para calcular... todos queremos ser felices, que el resto lo sea también... ¡toda la felicidad junta! Dicha, nada más que buenas cosas les ocurran a los demás, erradicar los malos designios. Apostamos tanto por esta felicidad global que no se nos antoja imposible su materialización, como si nada funesto pudiera pasar -sólo que es bastante más fácil soñarlas cuando para hacerla todavía seguimos tanteando-. Qué inmenso poder este, surgido sólo de palabras, de boca en boca, de escritos (intentemos asumir que nos nace porque sí), qué poco necesita de cables, antenas y pantallas (solo para los casos más extremos estos complementan, para que los sinceros deseos crucen territorios –que existan es otro tema, de estrecha relación). Cuántos sujetos temibles deben manifestar prosperidad para el otro, y no darse cuenta de que realmente suman, porque hasta el más maldito debe querer la gloria, ignorando que es adquirida y portada sólo en compañía, mal que le pese (los que no desean nada, como el tan mentado Scrooge, se mueren en su frasco de mayonesa si no acuden los fantasmas).

Por unos días, más aún los exaltados por los vapores del alcohol, todos vemos que sobrevuela un comportamiento general diferente; que ya no resulta tan difícil o intimidante desearle salud al otro, o al menos un buen año. Considerando las siguientes situaciones: por un lado, las peores, las de quienes quisieran poder disfrutar de estas fechas como se debe (como la lógica material dicta), pero que se han visto marginados, quedándoles llorar la lluvia de fuegos; por otro, las tremebundas, aquellos que lo tienen todo (o lo indispensable) pero odian la trascendencia porque los sume en el tedio de portar más caretas, incluso ante quienes creen conocer; la alternativa única, y no tan mala para ser el día de su llegada o el inicio de un año entero, es resignándose, refugiándose, viendo alumbrarse la noche acompañado de una copa, repasando sus idas y regresos, no teniendo inconvenientes con la posibilidad de que todos –menos el- estén pasándola bien (lo ideal, y que venía dándose en cierto momento, es que más que no tener problemas con ello, se preocupase porque de hecho estén contentos).

Fuera de estos dos casos, todo ha sido para que al día siguiente, o luego de un par de dulce resaca, retornen los vaivenes y las caras desconocidas. Los mismos semblantes, ahora son culpables de vuelta, los otros desgraciados con quienes compartimos estos pedazos de tierra, y a los que la felicidad que deseamos podría bien hundirles, porque apenas notamos que tres colores encendidos hayan surtido efecto. No hay paciencia, todo se ha hecho migas y de ellas no rescatamos más que lo efímero que resultó tanto subjuntivo. Y comprobamos, incluso, que han sido unas fiestas de morondanga, que no las hemos pasado con quien de veras queríamos (esto nunca llega a suceder, siempre alguien está de más o falta... echamos de menos un ser querido, nos sentimos solos porque no tenemos pareja, se aprecia tensión en la mesa y temor a ofender o decir algo desubicado, negándonos, impidiéndonos ser libres de indecisión). Nos hemos preocupado por los regalos hechos y recibidos (contar con la plata para hacerlos, si fueron o no adecuados, si habrán gustado, que no me gusta, que se han equivocado con mis preferencias)... en definitiva, todo está muy bien a esta altura, hay cosas que parecen inmodificables, porque hasta involucran cierta mística. Con todo, mientras sigamos sintiéndonos mal por días así, predeterminados como de paz, almacenes de todas las posibilidades de felicidad global, sólo podremos mirar hacia atrás, amargarnos y emprender otro año más, aun con la cabeza en alto, presos de la indiferencia que retorna a nuestras jornadas, aturdidos y descorchando lo que haya quedado a salvo. El típico vino del hastío.


Una lágrima de Navidad 24/12/06

Tengo ante mis ojos un escrito, la clásica obra de Charles Dickens, “Una canción de Navidad” (1843), y en el día de la fecha se celebra la mismísima Nochebuena. Podría trazar un paralelismo entre los espíritus festivos de dos épocas y espacios diferentes, que se distancian más de un centenar de años, miles de kilómetros, y vaya a saber cuántas cosas más; por su aparente inutilidad podría también no hacerlo, pero me siento con ganas de plasmar algunas cosas con respecto a estas fechas (siento que volvería a decir lo mismo año tras año, incluso equivocado, en tanto no cambian los principios rectores). Si caigo en esa inutilidad, por lo menos habré dicho unas palabras sobre este pequeño clásico que se me resistía desde hace un tiempo, una leve justificación.

dickens.jpgEl relato de Dickens consigue transmitir un espíritu navideño esplendoroso, tanto que pretende y logra contagiar al lector, que inmediatamente, desde su lugar de lector externo, físico, real, se transporta a una Inglaterra de pobladores solemnes, trabajadores y con una moral por las nubes antes y durante estos días tan esperados. “¡Feliz Navidad!”, “Que tenga un buen pasar” se cruzan entre las gentes, de todas las edades y oficios. Esos deseos de felicidad portan una elevada cuota de sinceridad que hoy día aflora, quizá, únicamente, entre seres queridos. Ante la progresiva ruptura del lazo social –el lazo que se sale de los ámbitos propios, nunca en el nivel del cero porque precisa de un mínimo mentiroso para que coagulemos-, impulsado en efecto por el sistema industrial que movía esas relaciones a su antojo, el clásico saludo y clamor de esperanza y bienandanza ajenas se ha convertido en un fraseo obligado, una terminación del discurso, preferido y proferido por la proximidad de un momento que posee mucha carga simbólica, poderoso. Ya no sabemos cuanta felicidad somos capaces de desear. Imperceptiblemente se vino dando el avance del juego físico-violento contra lo flotante: lo que supuestamente sale del alma ahora se mueve por otros carriles, lo que sostenía en el vacío y procuraba otra sensación válida por sí misma, ahora se le anexionaron mil ofertas más.

Si un personaje avaro como Scrooge parecía único en esa sociedad de rasgos utópicos (Dickens es visto, igualmente, como un realista, retratista de los parajes urbanos ingleses victorianos degradados, las injusticias sociales y los ambientes psicológicos de los personajes), donde todos se reconocían por las calles, y no había la mínima renuencia a la comida y bebida alrededor del pavo y pudding navideños (lo que me recuerda a una obrita de Agatha Christie), elementos todos que el autor sabía que pululaban, en la actualidad –desde donde yo lo percibo- puede no ser menos que reconocida la proliferación de tipos así, abordando sobre todo el lado “material” del protagonista (y no tanto su apatía por las fechas navideñas, de lo que se espera total respeto).

(Claro, lo primero es que justamente estamos hablando de dos épocas totalmente diferentes, sin ponerme a listar tales variaciones. Obviamente puede ocurrir que allá en Inglaterra, todavía quede mucho de este espíritu, y todo sea visto como un cambio natural por el progreso ilimitado humano, de manera que lo más sustancial siga siendo esperado y festejado por gran parte del pueblo inglés. Pero, veamos algo: lo que hemos hecho es importar esta clase de festejos, con todos los elementos (ampliados por el “gran país” del norte y sus tentáculos busca-encuentra consumidores, que ha hallado suficientes –y va por más- polos dispuestos a dejarse estrujar las fiestas, como forma de agradecimiento), por más distancia entre épocas y lugares, hay diferencias que estarán siempre; notemos pues, lo que se ha perdido de un espíritu que tiene tendencias universales, y habremos saltado este obstáculo a la libre acción de opinar.)

El punto es que la riqueza, el poder económico de Scrooge, no está mal visto dentro de los tecnócratas del sistema, quienes aplauden la llegada a ese paraíso de vida. Hoy se juega a un deporte extremo que todos llevan adelante, a veces en plena inocencia, en el que se lucha por un papel signado... no estoy hablando de libros o del poder de las palabras, más bien de algo que lo contiene y está aún por fuera de todo intento de reemplazo. Aquel con dinero hoy invertiría para satisfacer demandas de ocio, que se ven florecidas en tiempos donde lo que reina es una pobreza (carencia material, presente en ambos espacios) que, no obstante, ha aprendido que no lo precisa para satisfacerse (y no hablamos más de la imagen de pesebre, austeridad plena, paz campestre, apenas alterada por los mágicos regalos de tres reyes). La felicidad se desea, no se hace, es imposible por lo visto repartir felicidad materializada entre otros extraños a los que dentro de poco se empujará para competir en el regreso al mundo.

chris.jpgRetomando, si resulta que esta persona, además de mucho dinero, muestra aversión hacia lo festejado, no hay nadie que se lo recrimine en la actualidad. ¡Tiene dinero! ¡Nada entre billetes! ¡Puede hacer lo que quiera! Porque con su poder puede demostrar que es “feliz” de otra manera, no tiene necesidad de mostrar aspectos de ese calibre por un par de días al año. No sirven las burlas o voces por lo bajo que comenten la antipatía de persona(je)s como Scrooge; hoy, los pobres felices, reunidos en su estrecha mesa de patas y medio, sólo se quejarían por su superioridad en contra de la injusticia social de que son víctimas, pero no pueden decir “Él será rico, pero la pasa solo y no disfruta la navidad”, “nosotros tenemos espíritu navideño”... Ello ya no cuenta como ventaja, como sí era un aspecto salvador en el texto. Pues, con solo ver su cara de avaro, se dan cuenta que de una u otra forma triunfará en el juego mental: el sistema está de su lado y seguirá pesando por sobre todos los malos dichos y jugadas.

Si la Navidad se ha hecho objeto de grandes grupos humanos con imaginación económica, no hay lugar para que la mirada “dickensiana” llegue a prevalecer, ni sus anhelos de reconversión. Aunque la mayor altura moral de goce junto al otro pueda atentar contra la soledad del ricachón incrédulo, sólo lo hará en esas fechas que aparentemente quieren rebrotar los sentimientos de amor y paz (y dinero), única y exclusivamente. Por el resto del año, puede ser lo bastante cruel para echarles en cara los beneficios que obtiene a diario desde su lugar de privilegio.

De hecho, Scrooge vive inmerso en la masa obreros y artesanos del pueblo. Su distancia no es fatal, el trato con otros no es tan lejano y puede percibir o darse cuenta de los bienintencionados reproches a su antinavideña postura y testarudez (por más que lo que se lo comunique sostenidamente sea una sucesión de fantasmas). La figura del ricachón hoy parece inalcanzable, evade la realidad porque apenas se lo nota, se escuda tras su empresa y la imaginación económica le permite estrechar lazos con los globos poderosos, así no precisa taparse los oídos dada su indiferencia. “Los de afuera son de palo”. En su lejanía y soledad, ¿realmente está fuera de la felicidad momentánea que conlleva la Navidad? Tal vez un poco solo, poco le importa ya que sigue ganando un juego que no debiera existir.



Me quedo corto, y me molesta muchas veces caer en este lamento romanticón, del cual no puedo salir para avanzar. Sin embargo, no puedo más que darme el lujo de transmitirlo, y sentir que hago a un lado las cosas sobre las que protesto. Por esto, no tengo más que volver sobre mí, caretearla (odio las caretas) y desear seriamente paz. El resto llega solo.


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