¿Cuántas personas hay en tu cuadra, en tu manzana, a tu alrededor en promedio? ¿Por qué salen, entran, y vuelven a salir? Vos querés que el número sea más o menos fijo, estable, verlos desde un ángulo y arrojar un aproximado, para no abrumarte. Cómo es que los caos de los núcleos de la ciudad se parecen tanto a remolinos en que nos perdemos y nos tocamos fiero, como si no hubiera otra manera de moverse. Da la impresión de que el trazado, las calles, la mente diseñadora nos juega una pasada, que los medios de transporte humano se comen los ingresos y nos llevan de paseo todos los días. Días que son en verdad diferentes, sorprendentes, aunque sólo atengamos lo monótono que resultan cuando hay actividades regulares y máquinas que nos llevan de aquí para allá, que se distinguen con colores y experiencias.
No creas que es necesario conocerte de cabo a rabo tu barrio, los aledaños, los lugares “de visita obligada”, cada plaza, cada parque, cada estación o parada, para darte mínima cuenta de qué va todo en una ciudad habitada por millonadas de pequeños seres molestos que conforman un algo aunque no sepan o quieran.
La mejor prueba es apoyarse en la baranda de un balcón que mire a la calle, y contemplar la ciudad desde allí. Para que no toque los extremos, es ideal que no sea, ni muy tranquila u olvidada, ni ubicada en el fervor del centro. Es decir, evitar la contemplación en los “apacibles” pasajes un domingo por la tarde, cuando se cree que el día ya está decidido, así como la calle microcéntrica que deja ver sólo trajes, humo y la mezquindad de todos los que se creen importantes.
El ejemplo perfecto, personal, lo encontré en un tercer piso sobre la Avenida San Martín, a metros del Cid Campeador. Pude apreciar allí un “aura”, digamos, de las personas, o de su movimiento en general, que es completamente inadvertido cuando estoy entre ellas en la horizontalidad de las calles y veredas, cuando los otros pasan por mi lado una y otra vez, y yo también los esquivo. Yo a vos te cruzo en la vereda, te puedo llegar a ver, pero más que seguir pensando en mis cosas y suponer que vos tenés las tuyas, no puedo, porque debo seguir para adelante; si sentado en un banco en la plaza te veo de pasada, también, pierdo la noción al instante de que estás viviendo un algo en relación a un todo, de que tus pensamientos no son sólo tuyos sino que tienen que ver con el resto, incluso conmigo. Tal vez esta noción se recupera fugazmente ante un caso de urgencia, seamos dramáticos, un accidente en la esquina, cuando te tira al suelo unos metros un colectivo doblando justo esa esquina a la que tantas veces, otros, vos, yo, pensamos que le convenía un semáforo. Al ayudarte a que te recuperes, al llamar a una ambulancia, al putear al unísono al colectivero -y con ello, a todos los ladrones que le pagan, grandes culpables-, así como al decirte “andá con más cuidado” por simples reflejos de cuidador, si en una de esas te repusiste rápido y querés seguir tu camino, con todo eso y tanto más, nos vemos más a los ojos, vamos más allá.
Desde ese punto más alejado, arriba, uno cree estar viendo la porción de un gran cuerpo cuyos miembros se mueven, cada uno con su maleta de aprendizajes, sentidos y objetivos, interactuando entre sí. Si apenas podés ver las caras de la personita que está cruzando a toda velocidad, o de la que pasa por abajo tomando un helado, mucho mejor. ¿Qué piensan ahora? ¿Por qué demonios viven juntos?, o mejor ¿cómo lo logramos a duras penas? Es así; realmente funcionamos como una maquinita (creación humana al fin, miren si tenemos que llegar a ejemplificarnos en nuestros espejos), somos las manecillas, pero nunca dimos del todo bien la hora. No podemos obviar la parte lamentable, ahora queda decirla, ver como se manifiesta no sólo en el campo visual que todos tenemos cuando caminamos por las veredas, donde se levantan a nuestras anchas todos los edificios. Allí el funcionamiento maquinal se nos muestra si lo masticamos en la cabeza a la vez que el resto va y viene. En cambio, desde uno de los infernales edificios, se nos dificulta más comprender, ante la impactante idea de un bicho u organismo, que este pueda andar mal. ¿Por qué? Al igual que antes, si desde arriba apreciamos un pequeño accidente vial, y vemos como un grupo de personas ejecuta acciones para resolver una tal situación, prosiguiendo luego cada uno con su día, se nos abre la cabeza y expandimos la conciencia de uno y el otro. La persona que cruza la calle, la que toma el helado, aquel señor que sale del edificio de enfrente… no nos interesa en el momento por qué cruza rápido y mal, por qué degusta su helado, de donde sale y adonde va el señor. Si el primero acaba de traficar estupefacientes y apresurado vuelve a su morada, si el segundo ha engañado al heladero con el cambio, si el tercero acaba de cometer un asesinato en su departamento… ¿cómo saberlo? Desde nuestra estratégica posición no vemos mas que el cuerpito social en acción, pero los actos que supuestamente corroen la vida (nuestra) de a pequeñas partes, no los vemos, no, no. Esos tres personajes, aún sin conocerse, pero coincidiendo en tal esquina a la espera del cambio de semáforo, a nuestros ojos, están moviéndose, de acuerdo a sus fines, y están moviendo este pequeño mecanismo, réplica de las ilusiones de una armonía general, que tanto se teoriza.
Una broma chiflada en "You Natzy Spy!", mofándose de los nombres de los países de Medio Oriente. Aquí nos remitimos por la forma humana del mapa nomás. Cuerpo-ciudad, mundo-humano al fin.
Y bien, como somos conscientes de que esta es complicada, de que somos un gran bicho que no se da maña (simple: no anda bien algo que anda mal pudiendo, realmente existiendo la posibilidad concreta, de que funcione bien), por más que nos asombren las células de personas esperando que pasen los autos para después cruzar, los que entran y salen con mediano orden de los colectivos, los negocios en plena atención, las parejas tomadas de la mano, las banditas de un lado para otro, los señores mayores con las compras, los que se toman un descanso en el parque, hasta el cartonero que selecciona basura, todo nos pega de lleno y nos muestra que así somos, así funcionamos en el estado en que estamos. Entre ellos se compra y se vende, se dice “por favor, perdón y gracias”, se saluda y se despide; también se roba, se insulta, se lastima, se mata. Con dureza, se vive; no es sin embargo, una lucha salvaje por sobrevivir, es nuestra culpa. Y darnos cuenta de las varias maneras de verlo, nos abre la croqueta, y los ojos. Recomiendo, pues, subir unas escaleras y sin creernos más dignos que nadie, admirarnos.
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